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Lecturas recomendadas

Un cuento de Lorrie Moore

By 14/06/2024junio 19th, 2024No Comments

Como cierre de este curso 2023-24, comparto este cuento de una maestra del relato breve, la escritora norteamericana Lorrie Moore (Nueva York, 1957), en su traducción al castellano y en su versión original un poco más abajo. Este relato está incluido en su primer libro, Autoayuda, de 1985, y cuenta, entre otras obras, con un volumen de cuentos que es espléndido titulado Pájaros de América. Sus relatos son irónicos, ácidos, inteligentes, críticos, llenos de capas de humor y dolor a partes iguales, y los disfrutan más, seguro, quienes pueden leerlos en su inglés original con todos esos juegos con el lenguaje camuflados por el peso de sus personajes.

Como todo manual de instrucciones, el texto está dirigido a un tú que nos interpela y que, en este caso, retrata a la propia narradora que es en realidad la protagonista. Para quienes busquen el camino «fácil», solo hay que leer cuidadosamente y seguir los pasos infalibles que aquí se detallan para convertiros en escritoras, si es que no lo sois ya :-).

Estos próximos meses solo tendré abiertas las tutorías particulares para gente que tenga su proyecto en marcha y en modo presencial, el taller que impartiré en la biblioteca pública de Maó, «Las claves para escribir un (buen) relato breve», los cinco lunes del mes de julio.

Los talleres online y presenciales, tanto regulares como intensivos (e intensitos), volverán a final de septiembre con hambre, seguro, de nuevas historias, de rebequita y de primeras tormentas.

¡Feliz verano!

Ana

 

 

 

Cómo convertirse en escritora
Lorrie Moore

En primer lugar, intenta ser alguna otra cosa, lo que sea. Estrella de cine-astronauta. Estrella de cine-misionera. Estrella de cine-maestra de jardín de infancia. Presidenta del mundo. Fracasa estrepitosamente. Lo mejor es que fracases a edad temprana, a los catorce años, digamos. La desilusión temprana, grave, es necesaria para que a los quince años puedas escribir largas secuencias de haikus sobre el deseo frustrado. Es un estanque, una flor de cerezo, un viento que roza el ala de la alondra que vuela hacia la montaña. Cuenta las sílabas. Enséñaselo a tu madre. Ella es dura y práctica. Tiene un hijo en Vietnam y un marido que quizá tenga una aventura con otra. Es partidaria de vestir de marrón porque disimula las manchas de la piel. Echará una ojeada a lo que has escrito y después te volverá a mirar con cara tan inexpresiva como una rosquilla. Te dirá: «¿Y si vacías el lavaplatos?». Aparta la vista. Echa los tenedores al cajón de los tenedores. Rompe sin querer un vaso de los que regalan en las gasolineras. Ese es el dolor y el sufrimiento que se requiere. Y eso es sólo el comienzo.

En tu clase de Lengua y Literatura del instituto, mira la cara del señor Killian. Llega a la conclusión de que las caras son importantes. Escribe unos tercetos sobre los poros. Esfuérzate. Escribe un soneto. Cuenta las sílabas: nueve, diez, once, trece. Decide experimentar con la ficción. En esto no hay que contar las sílabas. Escribe un cuento corto acerca de una pareja de ancianos que se matan el uno al otro de un tiro por accidente, a consecuencia de una avería inexplicable de una escopeta de caza que una noche aparece misteriosamente en su cuarto de estar. Dáselo al señor Killian como trabajo de fin de curso. Cuando te lo devuelve, ves que ha escrito: «Algunas de tus imágenes están muy bien, pero no tienes sentido del argumento». Cuando estés en casa, en la intimidad de tu dormitorio, escribe a lápiz con letras tenues bajo sus comentarios en tinta negra: «Los argumentos son para los muertos, cara de cráter».

Coge todos los trabajos de canguro que puedas. Los niños se te dan de maravilla. Te adoran. Les cuentas cuentos sobre viejos que se mueren de manera absurda. Les cantas canciones como Las campanillas azules de Escocia, su favorita. Y cuando están en pijama y han dejado de pellizcarse por fin, cuando están bien dormidos, lees todos los manuales sobre la vida sexual que hay en la casa y te preguntas cómo es posible que alguien pueda hacer esas cosas con alguien a quien ama de verdad. Quédate dormida en una butaca leyendo el Playboy del señor McMurphy. Cuando lleguen los McMurphy, te darán un golpecito en el hombro, mirarán la revista que tienes en las rodillas y sonreirán. Te darán ganas de morirte. Te preguntarán si Tracey se ha tomado su medicina como es debido. Explícales que sí, que se la ha tomado, que le prometiste que le contarías un cuento si se la tomaba como una niña mayor y que al parecer ha dado muy buen resultado.

—¡Oh, maravilloso! —exclamarán.

Intenta sonreír con orgullo.

Matricúlate en la universidad para estudiar psicología infantil.

En los estudios de psicología infantil tienes varias optativas. Siempre te han gustado los pájaros. Apúntate a una cosa que se llama «Estudio ornitológico de campo». Se reúnen los martes y los jueves a las dos. Cuando el primer día de clase llegas al aula 134, todo el mundo está sentado alrededor de una mesa de seminario hablando de las metáforas. Has oído hablar de ellas. Después de un rato corto, insoportable, levanta la mano y pregunta con timidez:

—Perdón, ¿no es esto Ornitología Uno?

La clase se interrumpe y todos se vuelven a mirarte. Parece que todos tienen una única cara, gigante y vacía como un reloj destrozado. Alguien con barba dice con voz atronadora:

—No, esto es Creación Literaria.

Replica:

—Ah, bueno. —Como si quizá lo supieras desde el primer momento.

Mira tu horario de clases. Pregúntate cómo demonios has ido a parar allí. Por lo visto, el ordenador ha cometido un error. Empiezas a levantarte para irte pero no te vas. Esta semana hay unas colas inmensas en secretaría. Quizá deberías seguir adelante con este error. Quizá tu creación literaria no sea tan mala. Quizá sea el destino. Quizá fuera esto lo que quería decir tu padre cuando dijo:

—Estamos en la era de los ordenadores, Francie, estamos en la era de los ordenadores.

Llega a la conclusión de que te gusta la vida de la universidad. En la residencia conoces a mucha gente agradable. Algunos son más listos. Y observas que algunos son más tontos que tú. Por desgracia, seguirás viendo el mundo exactamente en estos términos durante el resto de tu vida.

La tarea de esta semana en Creación Literaria es narrar un suceso violento. Presenta un relato en el que cuentas un viaje en coche con tu tío Gordon y otro sobre dos ancianos que se electrocutan por accidente cuando intentan encender una lámpara de escritorio que tiene una conexión suelta. El profesor te las devolverá con comentarios: «Buena parte de lo que escribes posee soltura y energía. Pero tienes un concepto absurdo de lo que es un argumento». Escribe otro relato sobre un hombre y una mujer que, ya en el primer párrafo, pierden accidentalmente la parte inferior del tronco por una explosión de dinamita. En el segundo párrafo se compran entre los dos un puesto de helados de yogur con el dinero del seguro. Hay seis párrafos más. Lo lees todo en voz alta en la clase. No le gusta a nadie. Dicen que tienes un sentido del argumento escandaloso e incompetente. Después de la clase, alguien te pregunta si estás loca.

Llega a la conclusión de que quizá debas dedicarte a las comedias. Empieza a salir con un chico divertido, con un chico de aquellos que, cuando estabas en el instituto, decía que tenían «un sentido del humor estupendo», y que ahora los de tu clase de Creación Literaria llaman «el autodesprecio que hace surgir las formas cómicas». Apúntate todos sus chistes, pero no se lo digas. Inventa anagramas del nombre de su antigua novia y pónselos como nombre a todos tus personajes con desajustes sociales. Dile que su antigua novia sale en todos tus cuentos y verás entonces lo divertido que puede ser, verás el gran sentido del humor que puede llegar a tener.

Tu tutor de psicología infantil te dice que estás descuidando las asignaturas de tu especialidad. Debes dedicar la mayor parte de tu tiempo a los estudios de tu especialidad. Di que sí, que lo entiendes.

En los seminarios de Creación Literaria de los dos años siguientes, todo el mundo sigue fumando cigarrillos y preguntando las mismas cosas: «Pero ¿funciona?». «¿Por qué debe importarnos este personaje?». «¿Te has ganado este cliché?». Parecen preguntas importantes.

Los días que te toca a ti, miras a los demás con esperanza mientras leen tus fotocopias en busca de un argumento. Después ellos te miran a ti, respiran hondo y te sonríen con amabilidad.

Pasas demasiado tiempo hundida y desmoralizada. Tu novio te recomienda que realices paseos en bicicleta. Tu compañera de habitación te recomienda que cambies de pareja. Te dicen que te estás automutilando y que pierdes peso, pero sigues escribiendo. La única felicidad que tienes es escribir algo nuevo, en plena noche, con las axilas húmedas, el corazón palpitante, algo que no ha visto nadie todavía. Sólo tienes esos momentos breves, frágiles, no probados, de regocijo en los que lo sabes: eres un genio. Comprende lo que debes hacer. Cambia de especialidad. Los niños de tus prácticas de guardería se llevarán una desilusión, pero tienes una vocación, un impulso, un engaño, un hábito desafortunado. Como diría tu madre, te has juntado con malas compañías.

¿Por qué escribir? ¿De dónde sale la escritura? Son cuestiones que te debes plantear. Como ¿de dónde sale el polvo?; o ¿por qué hay guerra?; o, si hay Dios, ¿por qué se ha quedado cojo mi hermano?

Son preguntas que te guardas en la cartera, como tarjetas de visita. Tu profesor de Creación Literaria dice que son preguntas que está bien que te plantees en tus diarios, pero rara vez en tus obras de ficción.

En este semestre de otoño, el catedrático de Creación Literaria hace hincapié en el poder de la imaginación. Lo cual significa que no quiere largos relatos descriptivos de tu acampada de julio pasado. Quiere que empieces en un contexto realista pero que lo cambies después. Como una nueva combinación del ADN. Quiere que dejes volar las velas de tu imaginación, que se hinchen al viento. Es una frase de Shakespeare.

Cuéntale a tu compañera de habitación tu gran idea, tu gran ejercicio de poder imaginativo: una adaptación de Melville a la vida contemporánea. Tratará de la monomanía y del mundo de los seguros de vida en Rochester, estado de Nueva York, donde el pez grande se come al chico. La primera frase será «Llamadme Pescael», y su protagonista será un marido menopáusico de un barrio residencial llamado Richard, que está siempre de un lado para otro y por esa razón Elaine, su mujer, ingeniosa, lo llama «Móvil Dick». Dile a tu compañera de habitación: «Móvil Dick, ¿lo pillas?». Tu compañera de habitación te mira con la cara tan inexpresiva como un kleenex. Se acerca a ti en plan amiga y te pasa un brazo por esos hombros en los que llevas tanta carga.

—Mira, Francie —dice, hablando tan despacio como en una sesión de fonoterapia—. Vamos a salir a tomarnos una buena cerveza.

 

Tampoco les resulta convincente a los del seminario. Sospechas que empiezan a tenerte lástima. Te dicen:

—Debes pensar en lo que pasa. ¿Qué se explica aquí?

En el semestre siguiente, el catedrático de Creación Literaria está obsesionado por la escritura a partir de vivencias personales. Debes escribir sobre lo que sabes, sobre lo que te ha pasado. Quiere muertes, quiere acampadas. Piensa en tus vivencias. En tres años te han ocurrido tres cosas: has perdido la virginidad, tus padres se han divorciado y tu hermano volvió de un bosque a dieciséis kilómetros de la frontera camboyana sólo con medio muslo y una mueca permanente alojada en un ángulo de la boca.

Sobre lo primero, escribes: «Creó un espacio nuevo, que dolía y gritaba en una voz que no era la mía, “Ya no soy la misma, pero estaré bien”».

Sobre lo segundo escribes un relato complicado acerca de un matrimonio de ancianos que se encuentran una mina desconocida en su cocina y explotan accidentalmente. Lo titulas: «En la salud o en la encimera».

Sobre lo último no escribes nada. Para eso no hay palabras. No encuentras palabras.

En los cócteles de estudiantes, la gente te dice: «Vaya, ¿escribes? ¿Sobre qué escribes?». Tu compañera de habitación, que ha tomado demasiado vino, demasiado poco queso y ninguna galleta salada, suelta:

—Ay, Dios mío, siempre escribe del tonto de su novio.

Más adelante, a lo largo de tu vida, aprenderás que los escritores no son más que textos abiertos, impotentes, que carecen de una verdadera comprensión de lo que han escrito, y que por lo tanto deben creerse en parte todo y cualquier cosa que digan de ellos. Pero aún no has llegado a esa etapa de crítica literaria. Te pones rígida y dices: «No es verdad», del mismo modo que lo dijiste cuando una compañera de cuarto de primaria te acusó de que ibas a clase de oboe porque te gustaba, y no porque te obligaban tus padres.

Insiste en que no te interesa mucho ningún tema único, que lo que te interesa es la música del lenguaje, que te interesan las… las… sílabas, porque son los átomos de la poesía, las células de la mente, el aliento del alma. Empieza a sentirte indispuesta. Mira fijamente el interior de tu vaso de plástico lleno de vino.

Oirás que alguien pregunta «¿las sílabas?» con una voz que se va perdiendo mientras se desliza despacio hacia el blanco tranquilizador de la salsera.

Empieza a preguntarte de qué escribes. O si tienes algo que decir. O si existe algo que decir. Limita esos pensamientos a diez minutos al día; te pueden hacer adelgazar, como los abdominales.

Leerás en alguna parte que todo lo que es escribir tiene que ver con los propios órganos genitales. No le des vueltas. Te pondrá nerviosa.

 

Vendrá a visitarte tu madre. Verá las ojeras que tienes y te entregará un libro marrón en cuya portada aparece un maletín también marrón. Se titula Cómo hacerse ejecutivo. También te ha traído el libro de Nombres para niños y niñas que le pediste; uno de tus personajes, el maestro-payaso viejo, necesita un nombre nuevo. Tu madre sacudirá la cabeza y dirá:

—Francie, Francie, ¿te acuerdas de cuando querías licenciarte en psicología infantil?

Di:

—Mamá, a mí me gusta escribir.

Ella dirá:

—Claro que te gusta escribir. Por supuesto. Claro que te gusta escribir.

Escribe un relato acerca de un estudiante de música confuso y titúlalo: Schubert era el de gafas, ¿verdad? No tiene mucho éxito, aunque a tu compañera de habitación le gusta la parte en que los dos violinistas explotan accidentalmente en una sala de conciertos.

—Una vez salí con un violinista —comenta, y haz estallar un globo de chicle.

Da gracias a Dios de que estás cursando otras asignaturas. Puedes encontrar refugio en las pegas ontológicas del siglo XIX y en los rituales de apareamiento de los invertebrados. Ciertos moluscos globulares practican lo que se llama «el sexo por el brazo». Por ejemplo, el pulpo macho pierde el extremo de un tentáculo al ponerlo dentro del cuerpo femenino durante el apareamiento. Los biólogos marinos lo llaman «el séptimo cielo». Alégrate de saber esas cosas. Alégrate de no ser simplemente escritora. Solicita el ingreso en la facultad de Derecho.

A partir de aquí pueden ocurrir muchas cosas. Pero la principal será ésta: al final decides no ir a la facultad de Derecho, y en su lugar pasar una parte importante, sustancial, de tu vida adulta contando a la gente por qué razón finalmente decidiste no ir a la facultad de Derecho. De alguna manera acabas escribiendo otra vez. Quizá hagas cursos de posgrado. Quizá trabajes aquí y allá y asistas a cursos nocturnos de Creación Literaria. Quizá trabajes en una novela y estés anotando todos los comentarios ingeniosos y las confesiones personales íntimas que oyes a lo largo del día. Quizá estés perdiendo a tus amigos, a tus conocidos, tu equilibrio.

Has roto con tu novio. Ahora sales con hombres que, en lugar de susurrarte «te quiero», te gritan «házmelo, nena». Eso es bueno para ti como escritora.

Antes o después tienes un manuscrito, más o menos terminado. La gente lo mira con una vaga inquietud y te dice:

—Estoy seguro de que siempre tuviste la fantasía de ser escritora, ¿verdad?

Los labios se te quedan secos como la sal. Di que, de todas las fantasías posibles que hay en el mundo, no te puedes imaginar que la de ser escritora esté siquiera entre las veinte más interesantes. Explícales que ibas a licenciarte en psicología infantil.

—Estoy seguro de que se te darían muy bien los niños —suspiran siempre.

Haz una mueca feroz. Di que eres un cardo andante.

Deja las clases. Deja los trabajos. Vende los antiguos bonos de ahorro. Ahora tienes tiempo en las manos, como si fueran verrugas. Copia despacio todas las direcciones de tus amigos en una agenda nueva.

Pasa la aspiradora. Mastica caramelos para la tos. Ten una carpeta llena de fragmentos.

Un párpado que se oscurece de lado.
El mundo como conspiración.
¿Posible argumento? Una mujer se sube a un autobús.
¿Y si organizases una relación amorosa y no se presentara nadie?

En casa bebe mucho café. En el restaurante Howard Johnson pide la ensalada de col. Piensa que se parece al confeti esponjoso de un mapa: los sitios donde has estado, adonde vas. «Usted está aquí», dice la estrella roja en el dorso del menú.

De vez en cuando, un hombre con quien sales, con la cara tan inexpresiva como una hoja de papel, te pregunta si los escritores se desaniman con frecuencia. Dile que unas veces sí y otras también. Dile que se parece mucho a tener la polio.

—Interesante —responde él sonriendo, y después se mira el vello de los brazos y comienza a alisárselo, todo, siempre, en la misma dirección.

 

© Lorrie Moore: How to Become a Writer (Cómo hacerse escritora). Publicado en Self-Help, 1985. Traducción de Alejandro Pareja Rodríguez.

 

 

 

How to Become a Writer 

By LORRIE MOORE

First, try to be something, anything, else. A movie star/astronaut. A movie star/ missionary. A movie star/kindergarten teacher. President of the World. Fail miserably. It is best if you fail at an early age – say, 14. Early, critical disillusionment is necessary so that at 15 you can write long haiku sequences about thwarted desire. It is a pond, a cherry blossom, a wind brushing against sparrow wing leaving for mountain. Count the syllables. Show it to your mom. She is tough and practical. She has a son in Vietnam and a husband who may be having an affair. She believes in wearing brown because it hides spots. She’ll look briefly at your writing then back up at you with a face blank as a doughnut. She’ll say: »How about emptying the dishwasher?» Look away. Shove the forks in the fork drawer. Accidentally break one of the freebie gas station glasses. This is the required pain and suffering. This is only for starters.

In your high school English class look at Mr. Killian’s face. Decide faces are important. Write a villanelle about pores. Struggle. Write a sonnet. Count the syllables: 9, 10, 11, 13. Decide to experiment with fiction. Here you don’t have to count syllables. Write a short story about an elderly man and woman who accidentally shoot each other in the head, the result of an inexplicable malfunction of a shotgun which appears mysteriously in their living room one night. Give it to Mr. Killian as your final project. When you get it back, he has written on it: »Some of your images are quite nice, but you have no sense of plot.» When you are home, in the privacy of your own room, faintly scrawl in pencil beneath his black- inked comments: »Plots are for dead people, pore- face.»

Take all the baby-sitting jobs you can get. You are great with kids. They love you. You tell them stories about old people who die idiot deaths. You sing them songs like »Blue Bells of Scotland,» which is their favorite. And when they are in their pajamas and have finally stopped pinching each other, when they are fast asleep, you read every sex manual in the house, and wonder how on earth anyone could ever do those things with someone they truly loved. Fall asleep in a chair reading Mr. McMurphy’s Playboy. When the McMurphys come home, they will tap you on the shoulder, look at the magazine in your lap and grin. You will want to die. They will ask you if Tracey took her medicine all right. Explain, yes, she did, that you promised her a story if she would take it like a big girl and that seemed to work out just fine. »Oh, marvelous,» they will exclaim.

Try to smile proudly.

Apply to college as a child psychology major.

As a child psychology major, you have some electives. You’ve always liked birds. Sign up for something called »The Ornithological Field Trip.» It meets Tuesdays and Thursdays at 2. When you arrive at Room 134 on the first day of class, everyone is sitting around a seminar table talking about metaphors. You’ve heard of these. After a short, excruciating while, raise your hand and say diffidently, »Excuse me, isn’t this Bird-Watching 101?» The class stops and turns to look at you. They seem to all have one face – giant and blank as a vandalized clock. Someone with a beard booms out, »No, this is Creative Writing.» Say: »Oh – right,» as if perhaps you knew all along. Look down at your schedule. Wonder how the hell you ended up here. The computer, apparently, has made an error. You start to get up to leave and then don’t.

The lines at the registrar this week are huge. Perhaps you should stick with this mistake. Perhaps your creative writing isn’t all that bad. Perhaps it is fate. Perhaps this is what your dad meant when he said, »It’s the age of computers, Francie, it’s the age of computers.»

Decide that you like college life. In your dorm you meet many nice people. Some are smarter than you. And some, you notice, are dumber than you. You will continue, unfortunately, to view the world in exactly these terms for the rest of your life.

The assignment this week in creative writing is to narrate a violent happening. Turn in a story about driving with your Uncle Gordon and another one about two old people who are accidentally electrocuted when they go to turn on a badly wired desk lamp. The teacher will hand them back to you with comments: »Much of your writing is smooth and energetic. You have, however, a ludicrous notion of plot.» Write another story about a man and a woman who, in the very first paragraph, have their lower torsos accidentally blitzed away by dynamite. In the second paragraph, with the insurance money, they buy a frozen yogurt stand together. There are six more paragraphs. You read the whole thing out loud in class. No one likes it. They say your sense of plot is outrageous and incompetent. After class someone asks you if you are crazy.

Decide that perhaps you should stick to comedies. Start dating someone who is funny, someone who has what in high school you called a »really great sense of humor» and what now your creative writing class calls »self-contempt giving rise to comic form.» Write down all of his jokes, but don’t tell him you are doing this. Make up anagrams of his old girlfriend’s name and name all of your socially handicapped characters with them. Tell him his old girlfriend is in all of your stories and then watch how funny he can be, see what a really great sense of humor he can have. Your child psychology adviser tells you you are neglecting courses in your major. What you spend the most time on should be what you’re majoring in. Say yes, you understand.

In creative writing seminars over the next two years, everyone continues to smoke cigarettes and ask the same things: »But does it work?» »Why should we care about this character?» »Have you earned this cliche?» These seem like important questions.

On days when it is your turn, you look at the class hopefully as they scour your mimeographs for a plot. They look back up at you, drag deeply and then smile in a sweet sort of way.

You spend too much time slouched and demoralized. Your boyfriend suggests bicycling. Your roommate suggests a new boyfriend. You are said to be self-mutilating and losing weight, but you continue writing. The only happiness you have is writing something new, in the middle of the night, armpits damp, heart pounding, something no one has yet seen. You have only those brief, fragile, untested moments of exhilaration when you know: you are a genius. Understand what you must do. Switch majors. The kids in your nursery project will be disappointed, but you have a calling, an urge, a delusion, an unfortunate habit. You have, as your mother would say, fallen in with a bad crowd.

Why write? Where does writing come from? These are questions to ask yourself. They are like: Where does dust come from? Or: Why is there war? Or: If there’s a God, then why is my brother now a cripple?

These are questions that you keep in your wallet, like calling cards. These are questions, your creative writing teacher says, that are good to address in your journals but rarely in your fiction.

The writing professor this fall is stressing the Power of the Imagination. Which means he doesn’t want long descriptive stories about your camping trip last July. He wants you to start in a realistic context but then to alter it. Like recombinant DNA. He wants you to let your imagination sail, to let it grow big-bellied in the wind. This is a quote from Shakespeare.

 

Tell your roommate your great idea, your great exercise of imaginative power: a transformation of Melville to contemporary life. It will be about monomania and the fish-eat-fish world of life insurance in Rochester, N.Y. The first line will be »Call me Fishmeal,» and it will feature a menopausal suburban husband named Richard, who because he is so depressed all the time is called »Mopey Dick» by his witty wife Elaine. Say to your roommate: »Mopey Dick, get it?» Your roommate looks at you, her face blank as a large Kleenex. She comes up to you, like a buddy, and puts an arm around your burdened shoulders. »Listen, Francie,» she says, slow as speech therapy. »Let’s go out and get a big beer.»

The seminar doesn’t like this one either. You suspect they are beginning to feel sorry for you. They say: »You have to think about what is happening. Where is the story here?»

The next semester the writing professor is obsessed with writing from personal experience. You must write from what you know, from what has happened to you. He wants deaths, he wants camping trips. Think about what has happened to you. In three years there have been three things: you lost your virginity; your parents got divorced; and your brother came home from a forest 10 miles from the Cambodian border with only half a thigh, a permanent smirk nestled into one corner of his mouth.

About the first you write: »It created a new space, which hurt and cried in a voice that wasn’t mine, ‘I’m not the same anymore, but I’ll be O.K.’ »

About the second you write an elaborate story of an old married couple who stumble upon an unknown land mine in their kitchen and accidentally blow themselves up. You call it: »For Better or for Liverwurst.»

About the last you write nothing. There are no words for this. Your typewriter hums. You can find no words.

At undergraduate cocktail parties, people say, »Oh, you write? What do you write about?» Your roommate, who has consumed too much wine, too little cheese and no crackers at all, blurts: »Oh, my god, she always writes about her dumb boyfriend.»

Later on in life you will learn that writers are merely open, helpless texts with no real understanding of what they have written and therefore must half-believe anything and everything that is said of them. You, however, have not yet reached this stage of literary criticism. You stiffen and say, »I do not,» the same way you said it when someone in the fourth grade accused you of really liking oboe lessons and your parents really weren’t just making you take them.

Insist you are not very interested in any one subject at all, that you are interested in the music of language, that you are interested in – in – syllables, because they are the atoms of poetry, the cells of the mind, the breath of the soul. Begin to feel woozy. Stare into your plastic wine cup.

»Syllables?» you will hear someone ask, voice trailing off, as they glide slowly toward the reassuring white of the dip.

Begin to wonder what you do write about. Or if you have anything to say. Or if there even is such a thing as a thing to say. Limit these thoughts to no more than 10 minutes a day, like sit- ups, they can make you thin.

You will read somewhere that all writing has to do with one’s genitals. Don’t dwell on this. It will make you nervous.

Your mother will come visit you. She will look at the circles under your eyes and hand you a brown book with a brown briefcase on the cover. It is entitled: »How to Become a Business Executive.» She has also brought the »Names for Baby» encyclopedia you asked for; one of your characters, the aging clown-schoolteacher, needs a new name. Your mother will shake her head and say: »Francie, Francie, remember when you were going to be a child psychology major?»

Say: »Mom, I like to write.»

She’ll say: »Sure you like to write. Of course. Sure you like to write.»

Write a story about a confused music student and title it: »Schubert Was the One with the Glasses, Right?» It’s not a big hit, although your roommate likes the part where the two violinists accidentally blow themselves up in a recital room. »I went out with a violinist once,» she says, snapping her gum.

Thank god you are taking other courses. You can find sanctuary in 19th-century ontological snags and invertebrate courting rituals. Certain globular mollusks have what is called »Sex by the Arm.» The male octopus, for instance, loses the end of one arm when placing it inside the female body during intercourse. Marine biologists call it »Seven Heaven.» Be glad you know these things. Be glad you are not just a writer. Apply to law school.

From here on in, many things can happen. But the main one will be this: You decide not to go to law school after all, and, instead, you spend a good, big chunk of your adult life telling people how you decided not to go to law school after all. Somehow you end up writing again. Perhaps you go to graduate school. Perhaps you work odd jobs and take writing courses at night. Perhaps you are working and writing down all the clever remarks and intimate personal confessions you hear during the day. Perhaps you are losing your pals, your acquaintances, your balance.

You have broken up with your boyfriend. You now go out with men who, instead of whispering »I love you,» shout: »Do it to me, baby.» This is good for your writing.

Sooner or later you have a finished manuscript more or less. People look at it in a vaguely troubled sort of way and say, »I’ll bet becoming a writer was always a fantasy of yours, wasn’t it?» Your lips dry to salt. Say that of all the fantasies possible in the world, you can’t imagine being a writer even making the top 20. Tell them you were going to be a child psychology major. »I bet,» they always sigh, »you’d be great with kids.» Scowl fiercely. Tell them you’re a walking blade.

Quit classes. Quit jobs. Cash in old savings bonds. Now you have time like warts on your hands. Slowly copy all of your friends’ addresses into a new address book.

Vacuum. Chew cough drops. Keep a folder full of fragments.

An eyelid darkening sideways.

World as conspiracy.

Possible plot? A woman gets on a bus.

Suppose you threw a love affair and nobody came.

At home drink a lot of coffee. At Howard Johnson’s order the cole slaw. Consider how it looks like the soggy confetti of a map: where you’ve been, where you’re going – »You Are Here,» says the red star on the back of the menu.

Occasionally a date with a face blank as a sheet of paper asks you whether writers often become discouraged. Say that sometimes they do and sometimes they do. Say it’s a lot like having polio.

»Interesting,» smiles your date, and then he looks down at his arm hairs and starts to smooth them, all, always, in the same direction.

 

*From »Self-Help,» a collection of short stories by Lorrie Moore to be published by Alfred A. Knopf. Copyright c 1985 by M. L. Moore.

 

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