Feliz Año Nuevo
Ana Haro
Apenas quedaba espacio libre en el comedor y había que contorsionarse para ir pasando. Estábamos ya todos alrededor de la gran mesa, de pie, y agarrábamos cada uno el respaldo de nuestra silla como si tuviéramos miedo a perderla. Cada vez que estábamos a punto de sentarnos alguien se daba cuenta de que faltaba algo y lo gritaba para que lo oyeran las mujeres que iban y venían de la cocina y que se habían reservado los puestos cercanos a la puerta: el pan, otra servilleta, una copa más.
La comida esperaba intacta como un bodegón que se repetía cada 31 de diciembre: croquetas, langostinos, quesos, ensaladilla rusa, jamón ibérico… Tantos platos, repetidos en cada esquina, que, una vez sentados, no quedaba ni un hueco en el mantel para apoyar de canto las manos con las que los mayores sujetaban sus cigarrillos.
Mi tía era mi tía, con sus ojeras marrones imposibles de cubrir con el maquillaje. Mi tío era mi tío, con las cejas unidas en el centro como una sola cosa. Mis primos eran todos mis primos y no dejaban de hacerse fotos a sí mismos exagerando los gestos, poniendo cara de malos. Mi abuela era siempre mi abuela, encogida, malhumorada. Mi hermano era mi hermano y seguía ausente, callado desde no sé sabía cuándo. Mi padre era mi padre, brindando por cualquier cosa para poder beber más deprisa y mi madre era también mi madre, con su mirada nublada, como si viviera dentro de un pozo y tirara piedras de abajo arriba. Yo, en cambio, no era yo, y fueron, sin duda, las mejores navidades de mi vida.
(¡Feliz y literario año para todas!)