El centenario del nacimiento de la poeta madrileña Gloria Fuertes se ha colado en los grupos de WhatsApp. Seguro que a más de un lector le han llegado versos inspiradores, o poemas con ella convertida en caperucita roja y Franco en lobo feroz y ese llamamiento a compartir su efemérides para contrarrestar las tenues conmemoraciones oficiales en torno a su figura. Gloria Fuertes ha resucitado como ella (seguro) prefería, en los mensajes de la calle, con su voz ronca (televisiva) y contundente, pero ha vuelto cambiada, más adulta, más crítica y sin perder un imaginario impreso en varias generaciones.
Aleluya: hacía falta un siglo para hacer hueco a Gloria Fuertes, con sus trescientos sesenta grados, en (algunas) agendas culturales. Antes de este centenario fue para la mayoría autora de literatura infantil, la poeta de los niños, la del ingenio y las rimas irónicas («¡Tanto pico, tanta boca!/ La Oca se volvió loca!»); la poeta coloquial a la que dejó estar la posguerra y la dictadura, con su crítica envuelta en humor melancólico, entre inocentes corbatas y camisas de colores, entre bromas y alegatos con punta de dardo.
Hoy se hace viral esa Fuertes para adultos, la que siempre estuvo ahí, de paquete en la moto que ella misma conducía: aunque sepan y supieran más de ella en Estados Unidos, por ejemplo, que en su barrio de Lavapiés. Hasta la tierra natal de su gran amor —la hispanista Phyllis Turnbull— viajó con una beca Fulbright para enseñar literatura española en la Universidad de Pennsylvania: era la primera vez que pisaba una universidad y fue también lo primero que dijo a los alumnos (son sus textos demasiada verdad: no caben poses).
Esta autora feminista (pacifista, ecologista, comprometida defensora de los marginados e inconformista: todo por adelantado) llega con su centenario (vía smartphone) en medio de un aleteo constante de reivindicación de la creación firmada por mujeres. Fue de las que lo apuntaba todo en las libretas (a los cinco años ya escribía poemas y los unía ella misma con hilos en cuadernillos) y de las que urdía planes —siempre ya el hilo— para repartir voz a todas: en 1947 fundó, junto con otras tres escritoras, el grupo Versos con faldas; publicaban en revistas y recitaban por los cafés del mismo Madrid que este año le ofrece varios homenajes, nuevas ediciones en las librerías y una exposición como epicentro en el Centro Cultural de la Villa (hasta el 14 de mayo).
«Aconsejo beber hilo» (1954), «Poeta de guardia» (1968) o «Cómo atar los bigotes al tigre» (1969) son algunos de los títulos más celebrados con los que agruparon su nombre al Postismo y a la Generación de los 50, aunque ella huía de etiquetas —«si me encasillan, me escapo»— y aunque los medios, a su muerte, a causa de un cáncer de pulmón, se empeñaran también en etiquetarla como la «niña grande» de «Un globo, dos globos, tres globos». Esa fama televisiva (y el hecho de ser mujer) le restó espacio en ciertos círculos, aunque algunos de sus contemporáneos se ocuparon de incluirla en sus poemas y en antologías limpias de nombres femeninos.
Aquella rima suya con el público infantil fue también crucial: acercó la poesía a los niños («no es todo hacer una poesía para el pueblo, sino un pueblo para la poesía»), con una vuelta de tono que marcó a los lectores futuros. Cosechó premios como el diploma de Honor del Premio Internacional Hans Christian Andersen y otros tantos que incluyen sus biografías. Pero si se quiere conocer a Gloria Fuertes hay que leer (o escuchar) su obra, porque trató de contarse a sí misma —se definía como «yoísta» y «glorista»— y sus poemas están llenos de ella (y de amor, humor, denuncia, dolor y soledad); como esta «Nota autobiográfica»:
Gloria Fuertes nació en Madrid
a los dos días de edad,
pues fue muy laborioso el parto de mi madre
que si se descuida muere por vivirme.
A los tres años ya sabía leer
y a los seis ya sabía mis labores.
Yo era buena y delgada,
alta y algo enferma.
A los nueve años me pilló un carro
y a los catorce me pilló la guerra;
a los quince se murió mi madre, se fue cuando más falta me hacía.
Aprendí a regatear en las tiendas
y a ir a los pueblos por zanahorias.
Por entonces empecé con los amores
–no digo nombres–,
gracias a eso, pude sobrellevar mi juventud de barrio.
Quise ir a la guerra, para pararla,
pero me detuvieron a mitad del camino.
Luego me salió una oficina,
donde trabajo como si fuera tonta
–pero Dios y el botones saben que no lo soy–.
Escribo por las noches
y voy al campo mucho.
Todos los míos han muerto hace años
y estoy más sola que yo misma.
He publicado versos en todos los calendarios,
escribo en un periódico de niños,
y quiero comprarme a plazos una flor natural
como las que le dan a Pemán algunas veces.
Gloria Fuertes
(Antología y poemas del suburbio, 1954)
«Triunfé con mi poesía/ pero no asistí a mi triunfo./ Si tengo algo mejor que hacer/ tampoco asistiré a mi entierro». Y no asistió, seguro, pero dejó una lápida de palabras: «Gloria Fuertes. Poeta de Guardia (1917-1998). Ya creo que lo he dicho todo / Y que ya todo lo amé». Este mes de julio cumpliría cien años. Por suerte, sigue de guardia (en nuestras pantallas): otra noche más.
Ana Haro
Martes, 21 de marzo de 2017. Publicado en el diario Menorca