¿Cómo empezar a escribir? Me preguntan a veces con miradas llenas de curiosidad, como si alguien (en este caso, la escriba) hubiera memorizado una combinación secreta para abrir no sé qué caja. Si alguien quiere jugar (bien) al tenis no le queda otra manera de mejorar que ponerse a entrenar: cuanto más, mejor. En la escritura (y en cualquier pasión, me parece) ocurre lo mismo. En este caso, además de escribir escribiendo, se mejora leyendo, demasiados gerundios juntos: a veces pasa. La duda (yo misma me la formulé): ¿se puede enseñar a escribir? La respuesta: sí, se puede enseñar a escribir mejor. Aprender a escribir de un modo más creativo es algo que cualquiera que disfrute con las palabras puede llegar a abordar; ahora bien, si el objetivo es convertirse en una gran escritora (hacer historia), estamos hablando de otra cosa, de una cosa de unos pocos, de unos pocos a otra cosa, de talento.
Así, en un taller de escritura no se pretende (en mi opinión) enseñar a nadie a convertirse en genio, porque no se puede enseñar a ser Fernando Pessoa o Alice Munro, igual que no se enseña en ningún cursillo a ser Frida Kahlo o Dalí o Wim Wenders o Alejandra Pizarnik en diez lecciones (online). Pero sí que se intenta enseñar a persistir, a conseguir cierta disciplina (rendir cuentas), a crear el (añorado) hábito, a entrenar la mirada crítica hacia lo que una hace (o deja de hacer en sus textos), a conocer y usar las diferentes herramientas narrativas y a afilar la mirada de escritor, a compartir y a mejorar los textos (la figura del otro: el espejo) y, en definitiva, a dominar la esencia individual casi como se domina a las fieras, dejando un hueco entre las rejas al impulso/instinto.
Se crea además un espacio bastante íntimo en estas sesiones porque uno escribe de lo que sabe y de lo que vive: siempre se parte, incluso en la más rotunda ciencia ficción, de la visión particular del contador de historias. El proceso de escritura, como todo proceso artístico, tiene también esa parte de satisfacción, recompensa, disfrute, confesión… Y todo eso la convierte en una actividad terapéutica: está demostrado que escribir limpia el subconsciente. Dicen los psicoanalistas (algunos) que los miedos se superan cuando se admiten y dicen también, psiquiatras incluidos, que la recreación de los acontecimientos que ofrece la escritura es todavía más eficaz que la confesión en el diván, que la palabra dicha. Parece que hace un recorrido más profundo por los detalles que revive quien empuña la pluma/teclado.
Y es que escribir es también recordar, porque tenemos que buscar sensaciones conocidas para entregárselas a nuestros personajes, y recordar es una palabra de las bellas, que viene del latín recordari, formado de re (de nuevo) y cordis (corazón). Recordar a alguien, por tanto, quiere decir algo más que tenerlo presente en la memoria, significa «volver a pasar a esa persona por el corazón». Uno de los comodines que un escritor (y un no escritor) tiene para ese acto de recordar son los sentidos. Un olor, una melodía o un sabor nos pueden llevar de golpe a la infancia: enorme país. Así lo explicaba el colombiano Gabriel García Márquez, que dijo alguna vez, que para él Macondo no era un lugar, era su pasado, la vieja casa de sus abuelos. Allí pasaban cosas que le hicieron decir que lo que escribía no era realismo mágico, sino realismo a secas: «Una vez estaba bordando mi tía cuando llegó una muchacha con un huevo de gallina muy peculiar, un huevo que tenía una protuberancia. No sé por qué la casa era una especie de consultorio de todos los misterios del pueblo. Cada vez que había algo que nadie entendía, iban a la casa y preguntaban y, generalmente, esta señora, esta tía, tenía siempre la solución. A mí lo que me encantaba era la naturalidad con la que resolvía estas cosas. Volviendo a la muchacha del huevo, le dijo: ‘Mire usted, ¿por qué este huevo tiene una protuberancia?’. Entonces, ella la miró y dijo: ‘Ah, porque es un huevo de basilisco. Prendan una hoguera en el patio’. Prendieron la hoguera y quemaron el huevo con gran naturalidad. Esa naturalidad creo que me dio a mí la clave de Cien años de soledad, donde se cuentan las historias más espantosas, las cosas más extraordinarias, con la misma cara de palo con que esta tía dijo que quemaran el huevo de basilisco, que jamás supe lo que era».
Empezar a recordar (aviso), con todos los sentidos implicados, puede ser una buena manera de comenzar a escribir (sin ya poder parar).
*(Artículo publicado en la sección ‘Cita a ciegas’ del diario Menorca).