Hay personas que evitan incluir diálogos en sus textos porque es ahí donde pierden el control y los relatos acaban fallando. Escribirlos bien es todo un arte, un arte emparentado, claro, con el teatro, y luego con el cine, que tiene que ver con el oído, con la oralidad, con el ritmo, con la verdad. Cuando vamos a escribir diálogos en nuestros relatos o novelas tenemos que tener en mente que las voces han de sonar «naturales», pero también unas cuantas cosas más. Aquí voy a compartir algunos de los errores más comunes que suelo encontrar en los relatos de la gente que empieza a escribir historias.
En primer lugar, quiero remarcar que el hecho de que los personajes se pongan a hablar en un momento dado, no quiere decir que todo el tiempo que dura la escena tengan que estar intercambiando frases. Las conversaciones, ya lo sabemos, se componen también de silencios, gestos, movimientos, acciones, paisajes, detalles minúsculos, pensamientos… Aquello que se llega a decir en voz alta, normalmente, es muy poco comparado con todo lo que forma parte de esa «conversación». El diálogo, en narrativa, es la forma que tenemos de recoger las voces de nuestros personajes: lo que dicen, cómo lo dicen, cuándo lo dicen, a quién se lo dicen, dónde lo dicen, pero también lo que callan. Y claro, así como no hay dos voces iguales, tampoco hay dos formas iguales de escribir diálogos, pero sí hay caminos fallidos que, como decía, suelo encontrar en los relatos que incluyen diálogos. Aquí los comparto:
1. Los personajes hablan en un limbo. No sabemos dónde están hablando, qué sucede a su alrededor.
2. No sabemos quién habla en cada momento y tenemos que volver atrás o leerlo varias veces porque no está bien marcada la autoría del parlamento en los incisos. La raya de diálogo no está bien marcada y nos perdemos.
3. Lo que dicen esos diálogos es meramente informativo (de cara al lector). Es decir algo que nunca le diría al otro personaje, porque ya lo sabe, porque no viene a cuento… Y suena falso, se pierde la NATURALIDAD.
4. Nos deleitemos escribiendo largas parrafadas que en la vida real no son creíbles sin una interrupción del otro interlocutor (aunque sea un «ajá»).
5. Los dos (o más) personajes hablan exactamente igual, con el mismo tono, el mismo registro, el mismo nivel de vocabulario y de expresiones, el mismo sentido del humor, la misma mente (normalmente idéntica al autor/a que escribe el texto).
6. Los diálogos no son naturales, están pulcramente ordenados y son ultracoherentes… No hablamos así. Nos interrumpimos, cambiamos de tema, dejamos frases a medias o suspendidas, pasan cosas alrededor que nos hacen perder el hilo…
7. Los diálogos son excesivamente dramáticos o artificiales o metafísicos. Los personajes dicen cosas que no dirían o que no quieren decir pero que a quien escribe le apetece meter en ese momento. Creo que la cosa funciona justo al revés, cuando son ellos/ellas los/las que dicen lo que les da la gana y nos sorprenden a nosotras cuando estamos escribiendo.
7. El diálogo aparece pero no hace avanzar ni girar la historia, son prescindibles (saludos, despedidas, repetición de algo que ya ha dicho la voz narradora antes o que dirá justo después…).
8. Los verbos de los incisos son muy rebuscados y llaman la atención por encima del diálogo, así como los propios incisos, que interrumpen de más, innecesariamente, y se pierde el ritmo de eso que se están diciendo (a no ser, claro, que esa sea justo nuestra intención).
9. Se usa el diálogo para decirlo todo con palabras, incluso «¡ay!» o «vaya» cuando podemos decir, gritó de dolor o puso cara de sorprendida: ya sabemos que no todo lo decimos con palabras, hay gestos, silencios, acciones que dan más verosimilitud a las conversaciones (casi siempre, claro, todo depende del texto, estos errores en algunos casos no son errores porque se hace así premeditadamente por algo).
10. Los diálogos no se oyen. En general, para que funcionen, se trata (en mi opinión) de conseguir que los diálogos sean una escena vívida, que podamos oírlos (de ahí la prueba de fuego de leerlos en voz alta, grabarlos y que no suenen mal), y lograr que que los incisos sean casi transparentes (que sirvan para ubicarnos, para darnos matices de la escena, pero que no “pisen” demasiado a las voces, a no ser, una vez más, que sea intencionada esa invasión).
*Quería añadir unas notas más que a mí me acompañan desde hace tiempo y que espero que también os sirvan:
Pero ¿cómo se escribe un diálogo en un relato? Mejor dicho: ¿cómo se escribe un buen diálogo en un relato? Es difícil dar una receta de cómo se consigue esa magia, esa impresión de verdad en las conversaciones que no dejan de ser meros artefactos de ficción. La naturalidad es una de las claves, el oído, la intuición, la capacidad que tengamos para dejar que se expresen las criaturas a través de nosotras. Ya digo, es difícil acercarse con acierto, pero sin las voces de nuestros personajes, sea en la forma que sea, no llegamos a ellos/ellas de la misma manera.
«A las personas, en efecto, se las recuerda por las palabras que han dicho y las historias que han contado».
Carmen Martín Gaite, El cuento de nunca acabar
Estoy de acuerdo con Carmen Martín Gaite cuando dice —en su ensayo El cuento de nunca acabar— que a las personas, «se las recuerda por las palabras que han dicho y las historias que han contado –y sobre todo por cómo y a través de qué humor las han contado— mucho más que por su estatura o el color de su pelo». Os copio el pasaje entero porque me parece deslumbrante: «… Siempre está a punto de aparecer, en el tramo más inesperado del relato, un personaje nuevo que se va a poner a contar sucedidos ajenos al texto de lo que hasta entonces estaba sucediendo, y es tan importante su ingerencia como portador de narración nueva que, aunque hubiera sido descrito antes por sus atributos físicos, no cobra entidad ni relieve para el lector hasta que se pone a hablar. A las personas, en efecto, se las recuerda por las palabras que han dicho y las historias que han contado —y sobre todo por cómo y a través de qué humor las han contado— mucho más que por su estatura o el color de su pelo, lo cual se comprueba con una nitidez desgarradora siempre que un ser querido muere o deja de querernos, ocasiones ambas en que el único expediente válido para revivir su presencia es acudir a nuestra memoria en busca de las cosas que ese ser nos contaba o nos decía, como si solo su palabra, al resucitar los gestos que la acompañaron, nos refrendara aquel añorado existir y lo hiciera perdurar de alguna manera. Y en nombre de esta misma intuición, cuando nos sentimos impulsados a hablar de esa persona con otra que no la conoció, también tendemos a encender en esta última el interés por las historias de que fue portadora la primera y mediante las cuales, al dedicárnoslas, tejió su relación con nosotros».