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Consejos de escritura de maestras y maestrosLecturas recomendadas

De la palabra a la escritura

By 27/09/2023octubre 11th, 2023No Comments
Agota Kristof

 

la analfabeta alpha decay

La analfabeta, AGOTA KRISTOF. Traducción de Juli Peradejordi. Alpha Decay. Barcelona, 2015

Está a punto de empezar un nuevo curso y es el momento de preguntarse también por los orígenes del deseo: dónde empieza la escritura para cada cual, de dónde salen estas ganas de escribir, de contar historias.

Yo me recuerdo con ocho años escribiendo en un diario que me habían regalado, de esos con candado y llavecita. Recuerdo solo que escribí en la primera línea de la primera página: «Hoy ha muerto el abuelo Manolo». Lo que me impactó no fue tanto la muerte, que no era capaz de asimilar, como ver a mi padre arrodillándose con los ojos enrojecidos para darme un abrazo al entrar por la puerta de nuestra casa, aunque eso no sé si lo escribí. El pasillo de nuestro piso estaba en penumbra, quizá era verano, y la luz llegaba solo de la puerta de la calle, que se había quedado abierta.

Es el primer recuerdo que guardo de la necesidad de dejar constancia de lo que ocurre. Porque escribir tiene que ver también con esa huella, incluso cuando escribimos ficción porque, como dijo una vez el escritor Antonio Muñoz Molina, «a veces, escribir ficción es como acordarse de algo que no ha sucedido”.

Comparto una posible respuesta (una de las buenas, y en forma de relato), a esa pregunta sobre el salto de la palabra a la escritura, es un fragmento del libro maravilloso La analfabeta. Relato autobiográfico, de la escritora húngara Agota Kristof.

(*Podéis dejar vuestras propias respuestas a la pregunta en los comentarios).

 

 

 

De la palabra a la escritura

Ya desde muy pequeña me gustaba contar historias. Historias inventadas por mí misma.

A veces viene a visitarnos mi abuela, para ayudar a mi madre. Por la noche, la abuela nos acuesta; intenta dormirnos con cuentos que ya hemos escuchado centenares de veces.

Salgo de mi cama y le digo a la abuela:

Las historias las explico yo, no tú.

Me sienta sobre sus rodillas y me acuna:

Cuéntame, cuéntame, pues…

Comienzo por una frase, no importa cuál, y todo se encadena. Aparecen personajes, mueren o desaparecen. Están los buenos, los malos, los pobres y los ricos, los vencedores y los vencidos. «No se acabará nunca», balbuceo sobre las rodillas de la abuela:

Y después… y después…

La abuela me deja en la cama plegable, baja la llama de la lámpara de petróleo y se va a la cocina.

Mis hermanos duermen y yo también. Pero la historia sigue en mi sueño, hermosa y terrorífica.

Lo que más me gusta es explicarle historias a mi hermanito Tila. Es el preferido de mamá. Tiene tres años menos que yo, así que se cree todo lo que le cuento. Por ejemplo, lo llevo hasta un rincón del jardín y le pregunto:

¿Quieres que te cuente un secreto?

¿Qué secreto?

El secreto de tu nacimiento.

No hay ningún secreto en mi nacimiento.

Pues sí, pero solo te lo diré si me juras que no se lo contarás a nadie.

Te lo juro.

Pues mira, eres un niño encontrado. No eres de nuestra familia. Te encontraron en un campo, abandonado y desnudo.

Tila dice:

No es verdad.

Mis padres te lo explicarán más adelante, cuando seas mayor. Si supieras qué pena nos dabas, tan delgado, tan desnudo…

Tila empieza a llorar. Lo tomo en brazos:

No llores. Te quiero como si fueras mi propio hermano.

¿Tanto como a Yano?

Casi. Al fin y al cabo Yano es mi hermano de verdad.

Tila reflexiona:

Entonces, ¿por qué tengo el mismo apellido que vosotros? ¿Por qué mamá me quiere más que a vosotros dos? Os castiga todo el rato, a ti y a Yano. A mí nunca.

Se lo explico:

Tienes el mismo apellido porque se te adoptó oficialmente. Y si mamá es más buena contigo que con nosotros, es porque quiere demostrar que no hace ninguna diferencia entre tú y sus verdaderos hijos.

¡Yo soy su verdadero hijo!

Tila chilla, corre hacia la casa:

¡Mamá, mamá!

Corro detrás de él:

Me has jurado que no dirías nada. ¡Era una broma!

Demasiado tarde. Tila llega a la cocina, se arroja a los brazos de mamá:

Dime que soy tu hijo. Tu verdadero hijo. Tú eres mi verdadera madre.

Me castigan, desde luego, por haber explicado necedades. Me arrodillo frente a una mazorca de maíz en una esquina de la habitación. Enseguida llega Yano con otra mazorca y se arrodilla a mi lado.

Le pregunto:

¿Por qué te han castigado?

No lo sé. Solo he acariciado la cabeza de Tila y le he dicho «te quiero, bastardito».

Reímos. Sé que lo ha hecho expresamente para que le castigaran, por solidaridad, y porque sin mí se aburre.

Explicaré muchas otras burradas a Tila; lo intento también con Yano, pero él no me cree porque tiene un año más que yo.

Las ganas de escribir vendrán más tarde, cuando el hilo de plata de la infancia se haya quebrado, cuando vengan los días malos y lleguen los años de los que diré: «No me gustan».

Cuando, separada de mis padres y mis hermanos, ingreso en un internado de una ciudad desconocida, donde, para soportar el dolor de la separación, solo me queda una solución: escribir.

 

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