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A la sombra de las palabras

By 06/05/2024mayo 31st, 2024No Comments

*Comparto aquí, con mucho cariño, mi prólogo para el libro Patios (2024)

 

A la sombra de las palabras

Ana Haro

 

Las palabras tiemblan sobre los recuerdos. Según la luz que las alumbre, así son las sombras que proyectan hacia dentro: más difusas o más reconocibles. La palabra patio, por ejemplo, parece que alargara la suya hasta el roce con la nostalgia. O eso hemos descubierto mientras iban naciendo los textos de esta antología, resumen del taller que compartimos y del trabajo de revisión de cada cual. A saber: que un patio es casi siempre la infancia —o viceversa, como ya dijo Machado—, porque la propuesta que lancé a las autoras y autores de este libro solo imponía este espacio como lugar de los hechos y, sin embargo, han sido muchas las plumas que han desandado, palabra tras palabra, sombra tras sombra, el camino de la memoria hasta esos paraísos perdidos de niñez encalada más o menos feliz.

Con cada relato que leíamos en clase se despertaban recuerdos, porque todas tenemos un patio dentro. En mi caso, volvía el hueco entre un bloque de pisos en forma de U, con la gran jardinera cuadrada en el centro, enmarcada por el murete bajo que deja los pasillos estrechos alrededor para acceder a los portales interiores. Estrechos, pero suficientes para transformarse en pista de patinaje o en escenario de coreografías —con canciones de Marta Sánchez o Laura Pausini—, o en territorio peligroso por los latigazos de una comba y los saltos de la goma elástica al son de «escribe a máquina con más color y verás la cara de tu profesor».

Mi patio también fue menguando a la vez que las niñas y niños del barrio crecíamos. «Ay, la juventud, la juventud», decía siempre el abuelo de una amiga, cuando pasaba a una velocidad de cinco metros por hora con un bastón en cada mano, y nos veía allí, riendo por cualquier cosa y charlando de nada en las escaleras que subían al tejadillo. 

Fueron cambiando los juegos y las conversaciones hasta que se encendió algún cigarro una noche y la brasa naranja brilló en la oscuridad de esas mismas escaleras, y se oyeron risas más tontas todavía y besos en la boca y las madres se pusieron más serias, lanzando por la ventana los últimos bocatas envueltos en papel de aluminio con algo parecido a la furia. Los vecinos pedían silencio, porque ya era muy tarde, era verano y estaban todas las ventanas abiertas, y pronto el patio se iba a quedar tan pequeño que tendríamos que abandonarlo por el portal grande, con una parada previa frente a los dos enormes espejos de cuerpo entero, y nosotras allí, en minifalda, subrayando en los párpados con un lápiz negro las dudas y los deseos, antes de salir hacia el barrio, las motos, el metro, la vida.

Ahí sigue el patio, para que corretee ahora mi hijo cuando vamos a ver a los abuelos, ya sin jardín dentro de la jardinera, sin su níspero ni esa palmera chata y desparramada que habitaron familias enteras de gorriones. El césped ha sido sustituido por miles de piedras blancas, refulgentes, que ya no causan inundaciones en el garaje comunitario cuando llueve, pero que tampoco dan cobijo ni sombra como sí lo hace la palabra casa.  

Estoy segura de que, como me ha pasado a mí, cualquiera que lea estos textos que vienen a continuación evocará después su propio patio. Por eso hemos dejado Sam y yo al final del libro algunas páginas en blanco, para que pueda cada cual escribir sus notas y recuerdos en ese aleteo que mantenga en pie el espejismo durante unas cuantas líneas: una invitación al registro de esta memoria contagiosa que es la literatura.

También podría fantasear con patios imaginarios. Porque aquí los ahí que no nacen de la memoria íntima, pero que ya existen gracias a la escritura minuciosa de unas pocas páginas que recogen, como pasa en los buenos cuentos, esos instantes que cambian el destino de sus protagonistas. Porque, sea real o inventado, en todo cuento ha de suceder algo, más allá de las imágenes. Hay que construir (o reconstruir) con los cinco sentidos el escenario, sí, porque sin lugar en el que acontecen las vidas no se sostienen las historias y quizá tampoco nuestros recuerdos, pero también tiene que existir alguien, un personaje, a quien le atraviesen y transformen esos acontecimientos. 

Así, quienes lean este libro irán paseando, en cada lectura, por patios de luces, de cárceles, de colegios; realistas o distópicos; con pozos, con porteros entrometidos, con fiestas inolvidables, tragedias; anhelos con nísperos, limoneros, mandarinos o higueras, algunos de raíces obstinadas, y con un desfile de vecinas y vecinos que, como buenos personajes secundarios, tienen aquí sus momentos de gloria. Recorrerán en estas páginas corrales de comedia, patios acalorados, unos que salvan vidas y otros que acaban con ellas, patios codiciados, unos escritos en castellano y otros en catalán, con muchas macetas y vida propia. Este era el reto: poder saltar de patio en patio, ser otra persona durante unas cuantas páginas —una intrusa, quizá—, y observar luego nuestros espacios y cuerpos de siempre con ese desconcierto en la mirada de cuando se regresa de un viaje largo o de un sueño.

Porque el cuento no solo transforma a quien lo escribe, a veces ocurre también del otro lado, y la emoción que encierra desvía un milímetro la vida de sus lectoras: una revelación que ya no se va, la epifanía de la que hablaba James Joyce. Por eso hay cuentos que se nos quedan dentro como recuerdos y ya no sabe una cuántos desenlaces ha vivido y cuántos solo ha leído. 

Lo que sí sé con certeza es que la más verosímil de mis ficciones es la que acontece en el taller de escritura que coordino y venero, del que han nacido estos textos y las siete antologías que hemos publicado hasta la fecha en este proyecto colectivo que, como esos árboles de patio que amparan a los pájaros, es casa de tanta gente en esta isla interminable, Menorca, y más allá, gracias a los talleres a distancia.

El refugio de nuestros encuentros ha sido esta vez una habitación propia, como esa de Virginia Woolf a la que aspiramos todas: un misterio llamado The Patio que regentan Eva y Mirco —presentes también en el libro, qué mayor celebración—, camuflado en la calle de S’Arraval de Maó, con sus paredes blancas listas para ser escritas. Allí se han incubado estos cuentos de patios, este mosaico de azulejos hecho de palabras, de sombras y de tiempo, para poder regresar a ellos siempre que nos perdamos.

 

 

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